Yo, ciudadano
19
y 20: 28 años
Gustavo
Martínez Castellanos
Este
jueves 19 y viernes 20 de septiembre se cumplieron 28 años de que el D. F. fuera
sacudido por dos de los más devastadores movimientos telúricos de su siglo.
Yo
vivía en el penthouse de un edificio de la colonia Anáhuac que se movía con el
paso de los camiones. Ese jueves, por cancelar una cita en el Hospital General crucé
a pie desde metro Hidalgo -porque hasta ahí había servicio- hacia el nosocomio.
El trayecto fue dantesco; en las banquetas, escombros, decenas de cuerpos
mutilados. Personas de rostros llorosos y perplejos, deambulando. Parejas y
familias abrazadas por una desesperación e incertidumbre sin cotos. Aullar de
patrullas y ambulancias. Ayes de tristeza y de dolor.
Sobre
la mole de concreto del Hospital General echada en tierra, decenas de personas,
hormigas frenéticas, buscando entradas para rescatar heridos. Regresé a casa.
Y
aunque mientras me alejaba del centro todo iba volviendo a la normalidad, el horror
de lo que acababa de ver caminaba junto a mí. (No sabía que reviviría en mi
ciudad natal esa experiencia durante la cobertura de Paulina aquél octubre de 1997).
El
viernes 20, a las 19:20, el otro temblor. Pernocté en casa de mi hermano. Ya
había electricidad. Las cifras de muertos y de desaparecidos crecían en la
televisión.
Miguel
de la Madrid, resguardado por el ejército en Los Pinos; afuera, su pueblo rescataba
a sus heridos y a sus muertos alentado por el ejemplo humanitario de Plácido
Domingo y por la ayuda de la comunidad internacional.
Durante
los días que me sumé a esa tarea, sobre el desastre y el olor a mortandad, vi brillar
esa proverbial solidaridad defeña. Dinámica y sólida. Fuerte en los reclamos. En
la exigencia de castigo a los culpables y de que en la ciudad se construyera con
calidad y sin cochupos. Hace 28 años, el D.F., al respecto, aprendió a hacer
mejor las cosas.
A
16 años de Paulina, sin embargo, parece ser que nosotros aún no: otra vez las
inundaciones, los muertos, los desaparecidos, la rapiña, la especulación en los
productos básicos, la indiferencia de quienes salieron indemnes ante quienes lo
perdieron todo. Más aún: el encubrimiento de quienes vendieron espacios en
cauces de ríos y zonas de alto riesgo. Vicios vigentes. Como el de “sentir” que
de Acapulco debemos obtenerlo todo sin dar nada a cambio. Cultura que no sólo
encubre a funcionarios y políticos corruptos sino que genera aún más. Véanse el
sector cultural y la premura por sacar
turistas; cuando hay tantos surianos sin casa, sin alimento. Sin futuro.
Atoyac, esa enorme herida.
Ante
la tragedia y la muerte, solidaridad absoluta. Pero, en Guerrero, eso aún no lo
creamos, saturados como estamos por la corrupción y el clientelismo políticos: todo
mundo denuncia y señala en las redes sociales pero parece ser que nadie tiene
la culpa de nada. Tal vez sea verdad. Porque no nos hemos ocupado aún de erigir
una nueva forma de concebirnos a nosotros mismos como sociedad. De sensibilizarnos
ante la observación de nuestros errores como grupo humano a través de profundos
postulados éticos –algo que la Secretaría de Cultura nunca nos dará- de
ocuparnos en la emisión de nuevas y eficaces propuestas de concepción de lo que
como sociedad queremos ser. ¿Podremos?
Paulina y Manuel nos presentan esa oportunidad. Es
tiempo de cambiar en lo fundamental si queremos erigir ciudades que nos den
verdaderos certidumbre y bienestar.
Es
hora de dejar de ser azoradas víctimas de todas las fuerzas de la naturaleza.
P.D.
Lo dicho: nuestras insensibilidad e inconsciencia no tienen límites; mientras
en la Sabana, Acapulco Diamante, Chilpancingo y Atoyac se llora a muertos y
desaparecidos y mientras escribo estas líneas, la planilla de un sindicato de
trabajadores interrumpe con banderolas, carros alegóricos y hummers el tráfico
sobre Ruiz Cortines; lleva música de viento y potentes bafles que reproducen
una canción cuya letra repite “que no pare la fiesta”. Es triste pero es real:
la idea del respeto por el valor de la vida humana y el dolor de los demás aún
no permea en muchos sectores de nuestra esperpéntica sociedad.
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