viernes, 20 de septiembre de 2013

19 y 20: 28 años



Yo, ciudadano
19 y 20: 28 años
Gustavo Martínez Castellanos

Este jueves 19 y viernes 20 de septiembre se cumplieron 28 años de que el D. F. fuera sacudido por dos de los más devastadores movimientos telúricos de su siglo.
Yo vivía en el penthouse de un edificio de la colonia Anáhuac que se movía con el paso de los camiones. Ese jueves, por cancelar una cita en el Hospital General crucé a pie desde metro Hidalgo -porque hasta ahí había servicio- hacia el nosocomio. El trayecto fue dantesco; en las banquetas, escombros, decenas de cuerpos mutilados. Personas de rostros llorosos y perplejos, deambulando. Parejas y familias abrazadas por una desesperación e incertidumbre sin cotos. Aullar de patrullas y ambulancias. Ayes de tristeza y de dolor.
Sobre la mole de concreto del Hospital General echada en tierra, decenas de personas, hormigas frenéticas, buscando entradas para rescatar heridos. Regresé a casa.
Y aunque mientras me alejaba del centro todo iba volviendo a la normalidad, el horror de lo que acababa de ver caminaba junto a mí. (No sabía que reviviría en mi ciudad natal esa experiencia durante la cobertura de Paulina aquél octubre de 1997).
El viernes 20, a las 19:20, el otro temblor. Pernocté en casa de mi hermano. Ya había electricidad. Las cifras de muertos y de desaparecidos crecían en la televisión.
Miguel de la Madrid, resguardado por el ejército en Los Pinos; afuera, su pueblo rescataba a sus heridos y a sus muertos alentado por el ejemplo humanitario de Plácido Domingo y por la ayuda de la comunidad internacional.
Durante los días que me sumé a esa tarea, sobre el desastre y el olor a mortandad, vi brillar esa proverbial solidaridad defeña. Dinámica y sólida. Fuerte en los reclamos. En la exigencia de castigo a los culpables y de que en la ciudad se construyera con calidad y sin cochupos. Hace 28 años, el D.F., al respecto, aprendió a hacer mejor las cosas.
A 16 años de Paulina, sin embargo, parece ser que nosotros aún no: otra vez las inundaciones, los muertos, los desaparecidos, la rapiña, la especulación en los productos básicos, la indiferencia de quienes salieron indemnes ante quienes lo perdieron todo. Más aún: el encubrimiento de quienes vendieron espacios en cauces de ríos y zonas de alto riesgo. Vicios vigentes. Como el de “sentir” que de Acapulco debemos obtenerlo todo sin dar nada a cambio. Cultura que no sólo encubre a funcionarios y políticos corruptos sino que genera aún más. Véanse el sector cultural y la premura por sacar turistas; cuando hay tantos surianos sin casa, sin alimento. Sin futuro. Atoyac, esa enorme herida.
Ante la tragedia y la muerte, solidaridad absoluta. Pero, en Guerrero, eso aún no lo creamos, saturados como estamos por la corrupción y el clientelismo políticos: todo mundo denuncia y señala en las redes sociales pero parece ser que nadie tiene la culpa de nada. Tal vez sea verdad. Porque no nos hemos ocupado aún de erigir una nueva forma de concebirnos a nosotros mismos como sociedad. De sensibilizarnos ante la observación de nuestros errores como grupo humano a través de profundos postulados éticos –algo que la Secretaría de Cultura nunca nos dará- de ocuparnos en la emisión de nuevas y eficaces propuestas de concepción de lo que como sociedad queremos ser. ¿Podremos?
Paulina y Manuel nos presentan esa oportunidad. Es tiempo de cambiar en lo fundamental si queremos erigir ciudades que nos den verdaderos certidumbre y bienestar.
Es hora de dejar de ser azoradas víctimas de todas las fuerzas de la naturaleza.
Nos leemos en la crónica gustavomcastellanos@gmail.com

P.D. Lo dicho: nuestras insensibilidad e inconsciencia no tienen límites; mientras en la Sabana, Acapulco Diamante, Chilpancingo y Atoyac se llora a muertos y desaparecidos y mientras escribo estas líneas, la planilla de un sindicato de trabajadores interrumpe con banderolas, carros alegóricos y hummers el tráfico sobre Ruiz Cortines; lleva música de viento y potentes bafles que reproducen una canción cuya letra repite “que no pare la fiesta”. Es triste pero es real: la idea del respeto por el valor de la vida humana y el dolor de los demás aún no permea en muchos sectores de nuestra esperpéntica sociedad.

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