Yo, ciudadano
Octaviano
Santiago Dionisio
Gustavo
Martínez Castellanos
No
tiene patronímicos. Cada uno de sus nombres encierra una historia: emperador
romano; apóstol; dios griego del exceso. Una época.
Pero
no fue la suya una biografía que germinara en terrenos de la cultura la
espiritualidad, el conocimiento contenido en los libros. Sino en la experiencia
personal.
Fue
guerrillero; en el más paradigmático estado de la república mexicana: Guerrero;
en un tiempo en el que se mezclan todos los claroscuros de la historia de la
entidad.
A
su muerte, sus amigos lo recuerdan con cariño. Sus enemigos, no.
Nadie
olvida. Ni las crónicas de la prensa de aquel tiempo, ni la memoria alerta en
una vigilia de odios mutuos. Rencores insomnes.
En
la periferia y en el antecedente de la parte biográfica del guerrillero, del
hombre de armas, del que se entrega a una ideología que promete redención, se
encuentra no la justificación sino el fundamento siniestro de las decisiones
sin retorno.
¿Cómo
decide alguien, ya hijo, hermano, esposo, padre abandonar la familia, el hogar,
la legalidad -aún cojitranca- y echarse un arma al hombro, subirse al monte y hostilizar
al orden establecido (en el que dejó a su familia) y vivir a salto de mata?
¿Cómo
puede, además, erigirse enemigo de aquellos a quienes la sociedad reconoce como
benefactores, prohombres, “garantes del progreso y del desarrollo”?
¿En
qué momento decide que está apto para enfrentar fuerzas pertrechadas,
entrenadas y armadas para el ataque, insertas en una línea de mando que aceita la
obediencia ciega y que no se detiene a cuestionar las razones del otro?
¿ Qué fuerzas lo sostienen ante el hambre, los tiroteos,
la muerte? La soledad.
¿Cómo
continuar mientras los hijos crecen, se hacen hombres y se van; y los padres
envejecen y mueren? ¿Cómo no rendirse, no someterse? Los fanatismos. La
historia.
Hombres
“alzados en armas”; “en la sierra” “proscritos” porque el orden impuesto era
insufrible. Denigrante. La ley, sobre el débil, el vulnerable, el impotente; a
las órdenes del que paga, del heredero de poderosos apellidos. ¿Cuántas
injusticias? ¿Cuántos presos? ¿Cuántos secuestrados? ¿Cuántos torturados?
¿Cuántos muertos? ¿Cuánta sangre por un sistema político y judicial inhumano,
podrido, inaceptable? Con todo en contra: ¿cómo decide alguien echarse un arma
al hombro?
Octaviano
tomó esa decisión. Fue preso y torturado. La sostuvo. No delató. No defeccionó.
Fue diputado. En su familia no hay burócratas ni políticos con fuero. No erigió
residencias, no adquirió autos de lujo, no se aferró al “hueso”. Pienso que no traicionó
aquello en lo que creía. Ni a sí mismo. Sus amigos lo celebran: no vender su
sangre ni la de sus compañeros. Su congruencia. Su exigirse a sí mismo, no
flaquear.
En
las heridas sin cerrar; de aquellos tiempos aún resuenan los disparos, los
lamentos, la agonía. Los excesos. La guerra. ¿Era necesario todo eso? Hoy, Octaviano
Santiago Dionisio en su biografía es paradigmático: lección dura, filosa, la
suya. Ejemplo que espera conjurar ese pasado. Hace diez días de su muerte y la
avalancha de recuerdos que ha atraído parece tan lejana. Y tan cercana: las
trampas políticas, los cochupos electorales, la invitan. Los jueces
corrompidos. Los sucios tribunales. Las heridas de ayer pueden abrirse hoy nuevamente.
Pero el silencio nos invita a beber de nuestra historia.
Nos leemos en la crónica
gustavomcastellanos@gmail.com
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