viernes, 17 de diciembre de 2010

La Parota: curiosidades


Yo, ciudadano
La Parota: curiosidades
Gustavo Martínez Castellanos

Resulta curioso que la construcción de la presa la Parota -un problema de más tres décadas que afecta a los campesinos del municipio de Acapulco- haya tomado tanta relevancia durante el gobierno de la alternancia en Guerrero, emanado de la izquierda, respaldado por tres alcaldes de izquierda, con mayoría en los últimos el congresos locales y una notable representatividad local en la cámara baja y en el senado.
Es curioso también que en el primer año de un gobierno municipal del PRI -después de la alternancia que trajo la izquierda-, y en el último año de gobierno del gobernador de izquierda, se haya aprobado -en una asamblea amañada- la construcción de esa presa y se haya convertido de un momento a otro en asunto toral de la agenda política.
Es curioso que un exgobernador del PRI -ahora candidato a gobernador por esa izquierda- se oponga a ella.  Es curioso que el candidato del PRI esté -o siga- a favor.
Es curioso que, la aprobación en aquella asamblea, no haya causado tanto revuelo como la decisión del actual gobernador (de izquierda) por iniciar la construcción de la presa a unos meses de que termine su mandato.
Muchas curiosidades. Una, muy relevante, sin embargo, consiste en que ninguno de los “impedimentos científicos” que se alegan contra la construcción de dicha presa toque la base de la verdadera disputa que el hecho expone: el abuso de poder contra el campesinado acapulqueño. Porque –cosa curiosa-: existe un campesinado acapulqueño.
“Campesinado acapulqueño” posiblemente suene rarísimo en oídos de los tecnócratas regionales que encuentren no sólo contradictorios los elementos “campesino” y “Acapulco” sino grotescos, si se escriben -y se piensan- juntos. Toda vez que para ellos, las clases pudientes, los turisteros y turistólogos, los turistas y el resto del planeta –incluidos los escritores del Pacífico que vienen a embriagarse con el dinero del pueblo acapulqueño- en Acapulco no hay –no puede haber- campesinos; debido, primordialmente al hecho inamovible de que Acapulco es “playa, sol y palmeras”. Gringas –y gringos-. Costeñas ardientes –y costeños complacientes-. La casa de Tarzán y las películas de Tin Tán. La pandilla de Hollywood (“The rat pack”) y el glamour y la costera. Todo eso por lo que salivan pavlovianamente los políticos y los redactores de los periódicos de izquierda. Sin embargo, existe ese campesinado aunque no aparezcan en los promocionales de la Dirección de Turismo sus pueblos ni sus habitantes. Y por supuesto, tampoco los estragos que el crecimiento anárquico de la ciudad de Acapulco ha ejercido en ese enclave.
La mayor parte de esos estragos no se notan porque son eminentemente culturales. Una constante cuanto inquebrantable transculturización que no sólo va despojando de la cosmovisión del acapulqueño rural su conocimiento y su orgullo por lo que es sino que va erigiendo en él un desprecio incalculable en contra de sí mismo y que inicia cuando el individuo queda atrapado en las redes de la avenida costera. A partir de ese instante, sus prioridades cambiarán sustancialmente: ya no serán la alimentación ni el abrigo, menos aún el estudio y la reflexión sino la forma de pertenecer al bacanal nocturno en que se sumerge a diario esa zona franca. Una vez ahí ¿pensará en su pueblo y sus costumbres? Es difícil.
La zona rural de Acapulco se ha ido despoblando desde que la ciudad despuntó como polo de desarrollo turístico en los sesudos planes económicos regionales de los gobiernos emanados de la revolución. Y no por el hecho de que Acapulco absorba mano de obra barata –y trata de blancas al por mayor- sino porque esos planes que originalmente contemplaron la reactivación del campo mexicano para que diera sustento a las ciudades, poco a poco fueron torciendo sus objetivos hasta conseguir que los proyectos de apoyo al campo fueran disminuyendo -o privilegiándose- hasta lograr desviarlos.
Los poblados que se mencionan como afectados –o que serán inundados por la presa- en realidad son pueblos semiabandonados: El treinta, Ejido Viejo, Sabanillas, Dos Arroyos, Agua Zarca, Agua de Perro. Y, en línea recta -en una lenta pero inexorable regresión en el tiempo- comunidades que hablan dialectos, consiguen carne por cacería con arco, flecha y honda y siembran con coa o tarecua en estricto temporal.
¿Por qué Acapulco no ha erigido una sana simbiosis con su entorno rural? Porque su relación siempre es en función del despojo: recursos, gente, espacio. Véase la Autopista del Sol que pasa junto a Dos Arroyos: no tiene acceso al poblado ni a Agua Zarca donde hay aguas termales. La vía -igual que un tubo neumático- lleva turistas del Distrito Federal al puerto, sin escalas. Eso y otros aspectos que privilegian al turismo hacen ver a la zona rural de Acapulco como un enorme campo de producción de ejércitos laborales de reserva. Y, por supuesto, su tierra, sin gente, como más rentable en función de esa visión turística. Así, en lugar de simbiosis, Acapulco ejerce una tremenda parasitoris con ese entorno. En esa relación, “la ciudad que sostiene al resto del estado” no ha creado ahí escuelas, clínicas, centros de trabajo. No ha creado nada. Por ello, los jóvenes emigran. Sus padres y abuelos se quedan mientras ellos les envían dinero de Acapulco –o del otro lado- hasta que éstos se casan, erigen un hogar y van por ellos. Muchos, prefieren quedarse a morir cuidando sus casas, sus tierritas, chivos y cerdos -si poseen-; que ingresar en la agitada vida del puerto. No hay detonantes económicos porque no hay detonantes sociales. Bueno, ni siquiera hay servicios: agua potable, alcantarillado, calles, pavimentación.
Hace trece años, Aguirre -en ese discurso que ya he citado en este espacio- ofrecía echar a andar un proyecto economicista que convirtiera a la región en una gran zona productora y un gran mercado. Hoy, los izquierdistas han cambiado esos planes por “cajitas felices” llenas de uniformes, útiles, microcréditos, vales y becas. ¿Para qué? si en esa zona no hay escuelas. Y las pocas que hay no tienen maestros. Bueno, ni siquiera hay niños.
Tal vez por eso, y al principio de su gestión, la construcción de la presa fue bien vista por Félix Salgado; pero reculó cuando vio que Zeferino se le adelantaba. Y todas las tribus recularon con él evitando allanarle el camino: quien construya la presa accederá a una ofensiva cantidad de dinero y a una respetable franja de terrenos en lo que será un supermega desarrollo turístico a la orilla del embalse. Tal vez por eso, ahora que Aguirre se ha pronunciado contra la Parota, Félix se haya adherido a su campaña.
Sin embargo, más curioso resulta que, mientras tanto, ningún político del PRD haga algo por incentivar la detonación de la zona: sólo se oponen a la construcción de la presa. O a que la construya Zeferino. O a que la construya alguien a quien no puedan controlar y pueda alzarse con los dividendos. De esa forma, la desaparición de la zona rural de Acapulco es sólo cuestión de tiempo.
La construcción de la presa cerrará el ciclo que inició cuando Acapulco fue condenado a ser un centro de diversiones. Se aprecia en que en oposición al proyecto todo mundo argumenta razones físicas, políticas y turístico-económicas, no sociales. Humanas.
Los candidatos han ingresado a esa dinámica. Confrontados entre un sí y un no, nadie repara en que ambos han sido priístas y en que el proyecto surgió -y fue desechado- cuando el PRI gobernaba Guerrero. Sería bueno preguntarles por qué lo desecharon. Digo, sólo por curiosidad. Nos leemos en la crónica gustavomcastellanos@gmail.com
Elaborado: 14/12/2010
PROHIBIDA SU PUBLICACIÓN EN EL “BOLETÍN PLUS”

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