Yo ciudadano
La cartografía del desastre 2
Gustavo Martínez Castellanos
Un joven deja su pueblo, llega a
Acapulco. Como no sabe trabajar en ninguna de las ramas de producción local
ofrece su fuerza de trabajo no calificada y mira que lo que gana no es suficiente
para alcanzar un buen nivel de vida. Un día pide permiso para lavar camiones
urbanos, se le concede porque no pide ni sueldo ni prestaciones. Luego asciende
a “chalán”; se hace amigo del chofer sirviéndole en todo y así consigue que le
enseñe a manejar el camión. Más tarde lo cubre y, finalmente, cuando el dueño
del vehículo tiene problemas con otro chofer lo pone al cargo. No ha conseguido
el nivel de vida esperado pero ahora domina un vehículo de tres toneladas cuyo
motor le permite acelerar en las rectas del entramado vial de Acapulco y
apartar a todo mundo aventándole la unidad. Un día atropella a alguien, lo
sabe: si lo deja vivo, tiene que pagar de por vida; si no, sólo una vez. Elige
esta opción. Misteriosamente, a pesar de que todo señala su responsabilidad, el
ministerio público no lo encuentra culpable ni lo detiene, ni a él ni al camión
que manejaba. Seguramente cualquiera de nosotros se ha topado con él alguna
vez.
Esta historia se repite en otros
niveles y rubros: con la misma impunidad alguien pone un puesto de dvd’s o cd´s
en la banqueta; o extiende su restaurante hacia el mar; o pone a indígenas a
vender artesanías, quesadilla, mariscos, plumas, bronceador; o a dar masaje y
no hay autoridad que rescate esos espacios porque con el tiempo han “generado
derechos”
Empero, el problema no son esas
personas que buscan cómo ganarse la vida, sino quienes no vigilan que ese
derecho no lastime los intereses del resto de la ciudad y permiten que operen
con toda impunidad porque de cada líder de cada grupo, reciben una “tajada”.
Como por cada policía, los altos
mandos reciben también las suyas.
Esta línea de corrupción funciona en
ambos sentidos y es inmensa. Y ocupa casi todo el espectro productivo de la
ciudad: desde talleres de cualquier actividad y tiendas que arrojan sus
desechos al drenaje o cantinas que expiden alcohol adulterado y contratan
menores de edad, hasta escuelas “patito” que “gradúan” ipso facto a quien sea.
La corrupción es el lubricante que
mueve una ciudad a la que viene todo mundo a hacer dinero. Tanto los
depauperados como el gran empresario que promete invertir pero que a través de
“padrinos” y amigos en el poder consigue todo sin dar nada a cambio.
El problema, sin embargo, es mayor:
nuestros recursos naturales, la ecología, la belleza, la limpieza, cada vez son
menos; los servicios escasean y la población en etapa altamente productiva ya
está buscando una plaza de maestro, una banqueta o un metro de playa en donde
poner un puesto de lo que sea. Dinero fácil.
En el debate de los candidatos a
gobernar Acapulco ninguno expuso el ingente problema que ya es la ciudad y sólo
prefiguraron entre acusaciones mutuas el tremendo entorno que anticipa al
desastre y de paso –para ganar adeptos- la idea de que tienen todas las
soluciones en el bolsillo. Con ello sólo ocultan que el problema no está en la
gente sino en el modelo económico nacional, generador de pobres y de carne de
elecciones.
Uncido a una economía que aún
funciona acorde a los tiempos políticos de nuestro centralismo, Acapulco, como
puerto turístico, tiene un pie en el abismo. Como ciudad, tiene muchas
soluciones, pero falta que quienes lo gobiernan quieran en realidad rescatarlo.
Una forma sería ampliar sus miras y
abrirse al diálogo. Sólo para empezar.
Nos leemos en la crónica gustavomcastellanos@gmail.com
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