miércoles, 26 de octubre de 2011

Guerrero, 162 años: el sueño


Yo, ciudadano
Guerrero, 162 años: el sueño
Gustavo Martínez Castellanos

Guerrero fue un sueño. Un sueño ecuménico que buscaba abrazar al mundo.
Cuando América en continente se atravesó en los proyectos de Colón, Guerrero fue la puerta que drenó ese anhelo. Ahíto, el conquistador, como un roedor desesperado buscaba la salida hacia la especiería. Cada cordillera, cada desierto, cada selva, cada mito o leyenda local le cerraban el paso. El Pacífico, que viera por primera vez Magallanes, fue su última frontera: la puerta hacia el otro rostro del planeta se negaba a abrirse.
Ese rostro de ojos rasgados que habitaba un idioma y ciudades extraños, fue un segundo sueño. Aquel roedor impaciente, en su ansia por salir de aquí, por llegar a allá, por salir de allá y por llegar aquí, alentó en sus afanes los vientos dominantes que hincharan sus velas y accionaran las corrientes marinas. Así inició ése otro “descubrimiento”. Si el de América había sido en pos de una tierra –y, como toda tierra, prometida-;  el de Asia era, una vez en posesión de un continente, la búsqueda de una ruta por mar. Otra conquista. No ya de reinos ni de hombres sino de corrientes y caminos oceánicos. Las naves que a la orden de Carlos V construyera Cortés en Acapulco, le comprobarían que en la guerra todo se vale. Y le dirían también que todo inicio tiene un final: si en Veracruz quemó las que lo trajeron para evitar la huída de sus hombres y obligarlos a “conquistar reinos y tierras”; en Acapulco, en la playa Tamarindos  -cuyo nombre era “De la desgracia”-, sus enemigos le quemarían las naves que lo habrían llevado a abrazar el mundo entero. A conquistar para su emperador el Oriente –ya que Occidente se había rendido al golpe de su audacia-. Como un primer atisbo de nuestra contradictoria genealogía, la playa que debió haber sido punto de partida sólo pudo serlo de llegada. Y el puerto que debió haber sido de altura, astillero febril e industria náutica, llegó a ser en cambio puerto de arribo y descanso. Detalles de la historia que nos dicen con sus voces seculares quiénes somos por lo que no pudimos ser.
La nave de Urdaneta pudo haberse detenido en cualquier puerto del Pacífico: la Baja California, la Nueva Galicia, el marquesado del valle de Oaxaca, pero prefirió llegar al del virreinato. Al que abría al mar la morada del representante de Felipe II en América. Como una chinampa que llegara por acequias hasta el antiguo palacio de Moctezuma; como en todos los ricos reinos del mundo, el príncipe recibía en su palacio de voz de sus marinos las nuevas de ultramar. Urdaneta, lo sabía. No se había salvado de tantos naufragios para terminar educando en un oscuro monasterio. Y su rey sabía: que el más viejo de sus jóvenes marinos era el poseedor de tal criterio político que bien había podido mandarlo solo si las naves pudieran gobernarse con soplos de imaginación. Al desembarcar de su maltrecha nave, Urdaneta abrió esa puerta que a Cortés y a los conquistadores de tierra adentro les fue negada. Alguna voz mágica e indígena le habrá sentenciado: esta puerta no te está dado abrirla. Y así cerró ese capítulo la Historia. Al abrirla, Urdaneta abrió mucho más: la ruta con Oriente, su comercio y un nuevo puerto de altura. El mundo estaba completo. Lo demás, es historia bien sabida. El sueño de Colón, el de Cortés, el de Carlos V y el de su hijo se habían concretado. Pero también un sueño universal: roto el último sello se abría el mundo. Plus Ultra. Aquí, en Acapulco, en Guerrero. Puerta de sueños de sueños.
 Guerrero fue el sueño de un joven guerrero. Extraño apellido para un mulato americano que resume la resistencia indígena, la rebeldía de Yanga, la tozudez española. Summa racial de un nuevo universo, Guerrero nació y creció tierra adentro. En el perfil que la historia le ha armado, su pasado es nimio. Leyendas lo imponen al mando de una recua camino a Acapulco; lo adivinan junto a otros arrieros entre los claroscuros de conjuras libertarias en Dos Arroyos y Tepecoacuilco. Lo “ubican” en su valle en un abrazo con otro arriero y mulato: Morelos. Ahí su nombre ya adquiere resonancias históricas porque cierra un círculo, otro, social: si a la caída de los príncipes aztecas correspondió el ascenso de los reyes católicos; al descenso de éstos debió haber correspondido el ascenso de los mestizos, no de los criollos. Juegos caprichosos de la historia. Frutos de una factoría racial más que ideológica; los mulatos Morelos y Guerrero se sacudían el triple hierro de la discriminación en la piel y en la sangre: el negro, el indio, el lejano criollo. El oficio y los caminos los igualaban, pero la conciencia de que la pesada pirámide social los aplastaba, los hacía hermanos. Y, aunque los distanciara la cátedra y la tecnología -el seminario, el libro-; los volvía a unir su lectura del mundo: para Morelos, una prueba divina que, como un Macabeo, debía enfrentar. Para Guerrero, una prueba terrenal al alcance de la mano: la oportunidad de ascender en la escalada social. La ausencia de una historia de las ideas de Vicente Guerrero nos priva de verlo perfilar ese salto, pero nos entrega un mapa de su audacia: ser alguien por sí mismo en un mundo de blancos. Visto así, con Guerrero la guerra no fue sólo un proceso vindicatorio, sino una oportunidad de desdeñar a la historia como proceso. Además nos muestra un rostro hasta ahora poco estudiado del universo social novohispano: la verdadera distancia entre las castas. Sobre todo porque es sabido que el padre de Guerrero era empleado de la corona. Esa relevancia nos señala un indicio democrático entre vecinos. Y, entre países, un avance de tolerancia racial: Estados Unidos tiene un presidente afroamericano hasta ahora, en México lo tuvimos desde inicios del siglo XIX. Tal vez el sueño del joven Guerrero no llegara a tanto. Sino a perpetuarse en esa eterna vorágine de audacias y lealtades erigida en torno a un código eminentemente moral: la lucha por la patria. ¿Cuál? Veinticinco años después, Santa Ana lloraría sobre el mapa que le mostraba la extensión de tierra que había “vendido”. El criollo veracruzano había estudiado en colegios de armas de su época, rodeado de una clase culta y refinada y había entrado también con el ejército trigarante a la capital, pero ignoraba totalmente las dimensiones de su país. O del país que le arrebataron a la corona. ¿Cómo iba a saber Vicente Guerrero por qué país luchaba? La respuesta es luminosa: por el que conocía. La tierra en la que nació, se crió y que trajinó sobre sus pasos: la sierra, el valle, la costa que lo vieron transportar productos suntuarios para los blancos ricos. Esa tierra que abarcara con leguas caminadas y con la inquietud de su corazón, era su patria. Por ello su consigna es universal: la patria siempre es primero. El sueño de Guerrero dio patria a los mexicanos. Pero él ¿merecía una patria? Sí. A pesar de sus errores posteriores. Diez años de lucha contra un reino que alimentaba sus armas y sus soldados con lo que extraía de esa patria, merecían no sólo ese espacio geofísico que sus compañeros de armas erigieron con su nombre, sino un altar que nos recordara siempre todo lo que él significó y sigue alentando: la igualdad, la rectitud, la entrega total a la causa de la libertad. Lo supo Iturbide, por ello no le negó la erección del departamento del sur: justicia política. Pero más tarde, la historia lo arrancaría de ese enclave para llevarlo a un puesto que creía merecer. No soñó volver: volvió y de ahí fue arrancad por aquélla vorágine de audacias y lealtades. Y la traición.
Para el libertador, Guerrero fue un sueño. Para muchos surianos, hoy día, lo sigue siendo. A 162 años de la erección de ese sueño ¿qué de él hemos concretado? Creo que, cuando menos, la idea de que la tarea continúa y que, no abandonarla es nuestro mayor motivo. Terminarla es nuestra herencia. Que sea justa será nuestro mejor legado.
Nos leemos en la crónica gustavomcastellanos@gmail.com;

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