jueves, 13 de octubre de 2011

Jorge Salvador Aguilar

Yo, ciudadano
Jorge Salvador Aguilar
Gustavo Martínez Castellanos

Lo conocí gracias a que el IGC se negó a presentar su libro La alternancia del gatopardo en Guerrero, razón por la cual tuvo que hacerlo en una pozolería del D. F.
Por aquellos días yo daba talleres de literatura para la Dirección de Cultura de Aída Espino. Como ella no podía pagarme porque Fabiola Vega y Félix Salgado se negaban a firmar mi contrato le pedí un favor a cambio de todos los libros que le había presentado gratuitamente: que organizara la presentación del libro de Jorge. Aída accedió de inmediato porque también había leído la odisea de Jorge en las páginas de El Sur.
El libro solo denunciaba algunas de las trapisondas de los colaboradores del gobierno de Zeferino y de Zeferino mismo. Por eso, no acceder a presentarlo en Guerrero fue una exageración. Y una anticipación: parece ser que en Guerrero siempre vamos a lamentar que los directores del IGC sean personas que no tienen nada que ver con los más profundos niveles de la cultura y que debido a eso no puedan ser capaces de leer un libro como el de Jorge y observar que sólo se trata del punto de vista de un ciudadano. Aunque Jorge no fuera sólo un ciudadano; su izquierdismo auténtico, su militancia sin adjetivos, su postura filosófica y su pluma devastadora lo convertían a ojos de diletantes y neófitos en un basilisco. Por ello si hubiera al frente de nuestro instituto de cultura alguien que tuviera amplitud de miras y conocimiento de nuestra historia y de la historia de nuestra política posiblemente le hubiera abierto las puertas de par en  par a Jorge Salvador y su libro y con ello le hubiera dado un soplo de inteligencia y apertura a cualquier gobierno. El IGC tenía al mando a un burócrata. En cambio, la dirección de cultura de Acapulco, tenía a una artista, una izquierdista culta e inteligente. Tal vez por ello, López Rosas se deshizo de ella de esa indigna forma y más tarde Félix lo imitó pero de peor manera.
Una vez con la venia de Aída contacté a Jorge, le di los datos de la que sería la segunda presentación de su libro y me sentí muy orgulloso de ser parte de ello. Pero terriblemente decepcionado del enanismo mental de nuestros políticos e “intelectuales” que aislaron el evento. Inclusive El Sur, que sólo envió al reportero de la fuente y cuya dirección desdeñó olímpicamente la presentación sólo porque la había organizado Aída Espino y el presentador era yo.
No nos importó. La Casona de Juárez se llenó de pueblo: muchos lectores de Jorge, muchos seguidores de Aída, algunos dirigentes morales de grupos de profesionistas y estudiantes que algunos maestros de la UAG habían enviado para ver de cerca de Jorge, a quien habían leído en El Sur. Y mis alumnos de los talleres de literatura que impartí gratis durante dos años y medio hasta que Félix a través del golpe que dieron Citlali Guerreo y Jeremías Marquines echó a Aída de la Dirección de Cultura y nos fuimos con ella.
Desde el primer correo que me respondió sentí que surgió una línea de simpatía y cordialidad mutua. Nos quitamos el usted que en México no sólo es de respeto sino también de rechazo y empezamos a leernos mutuamente. A veces me señalaba que no fuera tan incisivo con Zeferino y yo le respondía que qué podía hacer si el PRD y El Sur lo habían levantado de su ruta de alcoholismo y derrotas hasta convertirlo en el epítome de las luchas de la izquierda en Guerrero. En una ocasión, para recalcar esa barrera -antes infranqueable, ahora el PRD ya se descaró-, en un artículo hice esta pregunta: ¿Quién se pone con los veteranos de las guerrillas de los setentas? Jorge entendió y no volvió a señalarme mi falta de “garra” cuando escribía sobre Zeferino. En cambio, siempre estuvo de acuerdo conmigo cuando yo decía que el PRD había vendido por un plato de lentejas aquellas luchas, sus muertos, su sangre. La persecusión y cárcel que padecieron aquellos hombres. Y se dolía conmigo. Y yo lo entendía. Yo conocí al marxismo en el CCH Azcapotzalco a cuyas clases casi siempre iba en ayunas (era muy joven, muy pobre y de provincia); lo reafirmé en el Conservatorio a la voz de Teodoro Alemán, mi maestro de Historia de Pedagogía Universal y lo abracé para siempre en Filosofía y Letras en donde además adquirí el estructuralismo. Pero Jorge lo había vivido. Lo había comido, bebido, respirado. Lo rezumaba en sus textos y, en aquella presentación, pude notar que también lo expelía como luz. Cuando escribía dejaba en cada línea de crítica o de denuncia señales de inconformidad apenas contenida. Eso, en ocasiones, me hacía sentir que no lo merecíamos porque no éramos capaces de sentir el enorme desacuerdo que lo movía por el mundo. Una rabia –o algo parecido a ella- que hacía asomar por su hombro el rostro menos agradable de la anarquía. Pero no, que yo sepa nunca anduvo matando canallas con su cañón de futuro. Al contrario, hasta donde pude percatarme, se refugiaba en la investigación. De ese ejercicio y de la fragua de su insatisfacción surgió Maquiavelo, su último libro y al que promocionaba con un gusto y un entusiasmo casi infantil: a la bandeja de entrada de mis tres correos a veces arribaban hasta tres invitaciones a sus presentaciones. Una tras otra. Podía sentir en esa euforia algo más que su triunfo por haber ganado una batalla intelectual, que quienes ya habían leído el libro, le festejaban con igual algarabía. Podía sentir que por fin había hallado su lugar en el mundo. Para ponerlo a prueba y pendiente de su izquierdismo le pregunté en un envío por qué el subtitulo era “La invención del poder” y no de un poder; indefinido que admitía a las otras invenciones del poder, desde las primitivas hasta las de izquierda que, supongo, no tenían nada que ver con esta su obra.
Me respondió –supuse- en la misma tesitura del torbellino en torno a su libro: de prisa; agobiado quizá por las siguientes presentaciones y sus concomitancias, molesto tal vez porque en el ir y venir de nuestra correspondencia para apuntalar mi visión le recordé que El príncipe era un tratado que aconsejaba cómo acceder al poder y no soltarlo. “Ver a Maquiavelo como un consejero de tiranos –respondió- es poco serio”. No había tomado en cuenta mi argumento sobre el segreguecionismo de los liberales clásicos que sólo buscaban para sí democracia e igualdad de derechos olvidando a los proletarios y a los campesinos pobres. Y me despidió con esta oración: “Espero que sigamos con este intercambio”.
Y fue la penúltima vez que recibí un envío suyo. El 26 de septiembre.
El último lo recibí hace unas horas y traía la noticia de su muerte. No podía creerlo.
De hecho, me niego a creerlo. Lo admito: no sé si por el profundo cariño que empecé a tenerle por ser uno de los pocos interlocutores con los que no había dobleces, golpes bajos, mensajes ocultos ni subterfugios. O por lo que siempre representó para mi: un hombre puro de charlas puras. Y las nuestras tan lo eran que hubo un tiempo en que nos dejamos de escribir porque yo no estuve de acuerdo con ese entusiasmo suyo que abrigaba la esperanza de que la izquierda en Guerrero y en México fuera a redimirse alguna vez. “Ya nos acabamos los partidos, Jorge, le dije. Del PRI podíamos esperarlo todo; y ahora la izquierda, mira lo que está haciendo.” Y ya no respondió. Luego me envió un artículo suyo y ya no le hice ningún comentario: nos habíamos peleado. Hoy, con ese correo suyo invitándome a ir a su velación lamento no haberme entusiasmado con él. No haber dejado a un lado la discusión ideológica para dar paso a la amistad. Sobre todo con él, que al menos como lo conocí, era un hombre increíblemente amable. Me consuela pensar que nos tocó vivir un tiempo raro: el neoliberalismo y el PRD a la alza. ¿Qué analista o pensador iba a pensar que éramos una broma en el libreto de las grandes corrientes y las grandes potencias? Jorge luchó por lo que creía. La historia y nuestros políticos hicieron lo demás: el engaño, la ironía. El cinismo.
Me duele su muerte. Me duele la orfandad en la que queda esa parte de la inteligencia en Guerrero que no ceja en señalar los errores del poder. A pesar de los embates del poder. Y de que ahora, la izquierda también detente ese poder.
Me duele saber que ya no está; que no volveré a ver su nombre en mi bandeja de entrada. Sus textos en la pantalla de mi computadora. Su prosa en mi ánimo y sus ideas conversando con las mías a altas horas de la noche, cuando el silencio nos da una tregua y nos permite entablar esas discusiones que reafirman o niegan lo que somos.
Me duele saber que ya no tendré con quien charlar en ese nivel aunque sólo haya sido por vía e-mail. Me duele saber que no podremos vernos cuando viniera a Acapulco. Otra vez. Por segunda ocasión.
Porque sólo esa vez que presenté su libro, aquel 17 de mayo de 2007 lo vi y estuve cerca de él. Y desde que nos pusimos en contacto, nos hicimos amigos.
No sé de qué murió. No sabía nada más de él. Era, por decirlo de una forma fácil para estos tiempos, un amigo cibernético. Como otros con quienes me escribo y que aunque viven lejos y tal vez nunca los conozca en persona no dejan de enriquecer mi alma con sus envíos y mi perspectiva con sus ideas. Sus réplicas.
Sus palabras.
Desde este espacio, le digo no adiós, sino Hasta luego “Que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma. Compañero”.
Descanse en paz.
gmc

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